Entonces sintió la humanidad el vértigo de caer por las aberturas y los intersticios del suelo. Pensó en la claridad majestuosa del sol y vio en el fango de la tierra el horror más profundo. Un miedo visceral surcó su cráneo. Era ella una presencia difusa en un planeta cualquiera, en un universo extraño, flotando, protegida por un fino vapor que la circundaba. Y estuvo entonces vacía, abrumada por una soledad indecible. Y en aquel aislamiento galáctico, fundamental, trazó sobre la cáscara del cielo otras existencias,

nacieron de sus puños los dioses, las vírgenes y sus delegaciones de santos y

ángeles. Desde antiquísimos siglos la memoria se pobló de sus rostros, navegaron entre los sucesos del hombre, se fundieron con la historia, se inscribieron en la carne sus nombres. Los pueblos, todos, delinearon los rasgos de su atmósfera esotérica, elevaron sus manos, imploraron, alzaron también sus armas los unos contra los otros.

Pero fue en vano, aún en la catástrofe, en la miseria, en los estados de emergencia, en la angustia perpetua de la muerte, el fondo del cosmos permaneció oscuro y silencioso, no descendieron los dioses por las nubes ni salvaron a la humanidad de la

suerte de su destino.

Conviven hoy sus reflejos en los vidrios de la ciudad, en el apuro diario, como intentos de salvación truncos. Algunas de sus figuraciones resultan familiares aunque su nacimiento fuera a la vez que lejano inhóspito: Cristo, María. Otros perduran en las pálidas cúpulas de las iglesias y los libros como entes anónimos, indescifrables, pinturas de otro continente, de otra memoria que fuera legada a medias. Aún los envuelve un halo de sacralidad impoluta aunque solo fueran imágenes de un sueño ausente: fantasmas globales, virtualidad y espacio, obsolescencias sagradas, tecnologías de la religión.

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INTERVENCIÓN DIVINA

Vicente Girardi Callafa - 2017